Personalmente...
A lo largo de nuestros días, surgen momentos en los que alguien actúa con frialdad o habla de manera cortante. Instintivamente, solemos interpretarlo como un ataque personal. Pero rara vez es el momento en sí lo que nos hiere. Lo que realmente lastima es el significado que decidimos atribuirle. Nos decimos cosas como:
No me respetan.
Me están ignorando.
Debo no ser lo suficientemente bueno.
Sin embargo, la realidad suele ser más mundana que maliciosa:
A veces la gente está cansada.
O distraída.
O simplemente envuelta en su propia ansiedad.
A veces el tono no era contra ti.
El silencio no era rechazo.
Y el error que pudo haber cometido esa persona, no era personal. Era humano.
Esto no quiere decir que debamos tolerar la crueldad.
Existe una diferencia muy clara entre la falta de atención y la falta de respeto.
Hay una línea. Y esa línea importa, debemos saber distinguirla y tener un buen discernimiento.
Pero si somos honestos con nosotros mismos, la mayoría de las veces no es la crueldad ajena lo que nos encierra en el dolor, sino nuestra propia reacción: el impulso de tomarlo todo como una ofensa directa al yo.
“Si alguien tiene éxito en provocarte, date cuenta de que tu mente es cómplice de la provocación”
— Epicteto, Discursos
En la raíz de esta tendencia se encuentra el ego — esa parte de nosotros obsesionada con la imagen, con el reconocimiento, con la validación.
El ego vive en un monólogo constante:
¿Qué piensan de mí?
¿Por qué no me tomaron en cuenta?
¿Qué tiene que esto que ver conmigo?
Pero el ego, al vivir desde el centro del mundo, ve mal. Todo lo filtra a través de su propia inseguridad.
Absorbe lo ajeno y lo convierte en propio. Y al hacerlo, nos arrastra a un pozo de ansiedad en el cual nos aislamos de las personas.
Dejar de tomar las cosas personalmente no es sinónimo de pasividad. Es una forma de reclamar nuestra autonomía emocional. Es elegir no cargar con lo que no es nuestro. Es permitir que otros tengan malos días sin convertirlos en nuestra narrativa.
“Soportar las pruebas con ánimo sereno priva a la desgracia de su fuerza y su peso”
— Séneca
La próxima vez que algo te duela, haz una pausa y pregúntate con honestidad:
¿Qué parte de mí se sintió expuesta en este momento?
¿Es posible que esto no se tratara de mí en absoluto?
Puede que la respuesta te sorprenda. La mayoría de las veces las respuestas a estas preguntas son afirmativas. Y en esa pequeña rendija de duda, entre el impulso de ofenderse y el acto de entender, nace la paz.